lunes, 20 de noviembre de 2017

Aixa de la Cruz, Erno Szep y Pete Fromm, últimas adquisiciones




EL AUTOR de Manuel Martín Cuenca



"El Autor" es el nuevo trabajo de Manuel Martín Cuenca. El director aprovecha el estado de gracia por el que pasa el actor Javier Gutierrez y así resarcirse de anteriores pequeño fracasos suyos en la gran pantalla como por ejemplo "Caníbal".

El largometraje está basado en el relato corto de Javier Cercas "El móvil".


viernes, 16 de junio de 2017

YOU ARE UGLY TOO de Mark Noonan



Ópera prima del director de Galway (Irlanda) Mark Noonan con un gran Aidan Gillen y una Lauren Kinsella en estado de gracia. La banda sonora de David Geragthy es una delicatessen y la fotografía de cosas tan sencillas es magistral.

Aquí el tráiler:


jueves, 8 de junio de 2017

Recomendación de lectura: LOS ÁNGELES DE HIELO, de Toni Hill



Del autor de la trilogía del Inspector Salgado. Mi querido amigo Toni Hill ha vuelto a sorprenderme con este thriller psicológico. Trepidante historia y como siempre muy bien narrada.

jueves, 25 de mayo de 2017

TSCHICK o GOOD BYE, BERLIN, de Fatih Akin. PÓSTER Y TRÁILER.



Tráiler:


Lectura reciente: EL MONARCA DE LAS SOMBRAS, Javier Cercas



Se llamaba Manuel Mena y murió a los diecinueve años en la batalla del Ebro. Fue el 21 de septiembre de 1938, hacia el final de la guerra civil, en un pueblo catalán llamado Bot. Era un franquista entusiasta, o por lo menos un entusiasta falangista, o por lo menos lo fue al principio de la guerra: en esa época se alistó en la 3ª Bandera de Falange de Cáceres, y al año siguiente, recién obtenido el grado de alférez provisional, lo destinaron al Primer Tabor de Tiradores de Ifni, una unidad de choque perteneciente al cuerpo de Regulares. Doce meses más tarde murió en combate, y durante años fue el héroe oficial de mi familia.
Era tío paterno de mi madre, que desde niño me ha contado innumerables veces su historia, o más bien su historia y su leyenda, de tal manera que antes de ser escritor yo pensaba que alguna vez tendría que escribir un libro sobre él. Lo descarté precisamente en cuanto me hice escritor; la razón es que sentía que Manuel Mena era la cifra exacta de la herencia más onerosa de mi familia, y que contar su historia no solo equivalía a hacerme cargo de su pasado político sino también del pasado político de toda mi familia, que era el pasado que más me abochornaba; no quería hacerme cargo de eso, no veía ninguna necesidad de hacerlo, y mucho menos de airearlo en un libro: bastante tenía con aprender a vivir con ello. Por lo demás, ni siquiera hubiese sabido cómo ponerme a contar esa historia: ¿hubiera debido atenerme a la realidad estricta, a la verdad de los hechos, suponiendo que tal cosa fuese posible y el paso del tiempo no hubiese abierto en la historia de Manuel Mena vacíos imposibles de colmar? ¿Hubiera debido mezclar la realidad y la ficción, para rellenar con esta los huecos dejados por aquella? ¿O hubiera debido inventar una ficción a partir de la realidad, aunque todo el mundo creyese que era veraz, o para que todo el mundo lo creyese? No tenía ni idea, y esta ignorancia de forma me parecía la ratificación de mi acierto de fondo: no debía escribir la historia de Manuel Mena.
Hace unos años, sin embargo, ese antiguo rechazo pareció entrar en crisis. Para entonces hacía ya tiempo que yo había dejado atrás la juventud, estaba casado y tenía un hijo; mi familia no pasaba por un gran momento: mi padre había muerto tras una larga dolencia y mi madre todavía capeaba a duras penas el trance ingrato de la viudedad después de cinco décadas de matrimonio. La muerte de mi padre había acentuado la propensión natural de mi madre a un fatalismo melodramático, resignado y catastrofista (“Hijo mío —era una de sus sentencias más socorridas—, que Dios no nos dé todas las desgracias que somos capaces de soportar”), y una mañana la atropelló un coche mientras cruzaba un paso de cebra; el accidente no revistió excesiva gravedad, pero mi madre se llevó un buen susto y se vio obligada a permanecer varias semanas sentada en un sillón con el cuerpo tatuado de magulladuras. Mis hermanas y yo la animábamos a salir de casa, la sacábamos a comer o de paseo y la llevábamos a su parroquia para oír misa. No se me olvida la primera vez que la acompañé a la iglesia. Habíamos recorrido al ralentí los cien metros que separan su casa de la parroquia de Sant Salvador y, cuando nos disponíamos a cruzar el paso de cebra que facilita la entrada a la iglesia, estrujó mi brazo.
—Hijo mío —me susurró—, bienaventurados los que creen en los pasos de cebra, porque ellos verán a Dios. Yo estuve a punto.
Durante aquella convalecencia la visité más a menudo que de costumbre; muchas veces me quedaba incluso a dormir en su casa, con mi mujer y mi hijo. Llegábamos los tres el viernes por la tarde o el sábado por la mañana y nos instalábamos allí hasta que el domingo al anochecer volvíamos a Barcelona. Durante el día hablábamos o leíamos, y por la noche veíamos películas y programas de televisión, sobre todo Gran Hermano, un concurso de telerrealidad que a mi madre y a mí nos encantaba. Por supuesto, hablábamos de Ibahernando, el pueblo extremeño del que en los años sesenta emigraron a Cataluña mis padres, igual que en aquella época hicieron tantos extremeños. Digo por supuesto y comprendo que debería explicar por qué lo digo; es fácil: porque no hay acontecimiento más determinante que la emigración en la vida de mi madre. Digo que no hay acontecimiento más determinante que la emigración en la vida de mi madre y comprendo que también debería explicar por qué lo digo; eso ya no es tan fácil. Hace casi veinte años intenté explicárselo a un amigo diciéndole que la emigración había significado que de un día para otro mi madre dejara de ser una hija privilegiada de una familia patricia en un pueblo extremeño, donde ella lo era todo, para ser poco más que una proletaria o poco menos que una pequeña burguesa abrumada de hijos en una ciudad catalana, donde ella no era nada. Apenas la hube formulado, la respuesta me pareció válida pero insuficiente, así que me puse a escribir un artículo titulado “Los inocentes” que ahora mismo sigue siendo la mejor explicación que sé dar de este asunto; se publicó el 28 de diciembre de 1999, día de los inocentes y trigésimo tercer aniversario de la fecha en que mi madre llegó a Gerona.
[…]
Más de una década después de que se publicara, mi madre seguía sin salir de Ibahernando aunque siguiera viviendo en Gerona, de modo que es lógico que nuestro principal pasatiempo durante las visitas que le hacíamos para aliviar su convalecencia consistiera en hablar de Ibahernando; más inesperado fue que en una ocasión nuestros tres pasatiempos principales parecieran converger en uno solo. Sucedió una noche en que vimos juntos La aventura, una vieja película de Michelangelo Antonioni. La cinta narra cómo, durante una excursión de un grupo de amigos, uno de ellos se pierde; al principio todos lo buscan, pero en seguida se olvidan de él y la excursión prosigue como si nada hubiese ocurrido. La densidad estática de la película derrotó en seguida a mi hijo, que se fue a la cama, y a mi mujer, que se durmió en su sillón, delante de la tele; mi madre, en cambio, sobrevivió intacta a las casi dos horas y media de imágenes en blanco y negro y diálogos en italiano subtitulados en español. Sorprendido por su aguante, al terminar la proyección le pregunté qué le había parecido lo que acababa de ver.
—Es la película que más me ha gustado en mi vida —contestó.
De haberse tratado de otra persona, hubiera creído que la frase era un sarcasmo; pero mi madre no conoce el sarcasmo, así que pensé que la orfandad de peripecias y los silencios inacabables de Gran Hermano la habían entrenado a la perfección para disfrutar los silencios inacabables y la orfandad de peripecias de la película de Antonioni. Miento. Lo que pensé fue que, acostumbrada a la lentitud de Gran Hermano, La aventura le había parecido tan trepidante como una película de acción. Mi madre debió de notar mi asombro, porque se apresuró a intentar disiparlo; su aclaración no desmintió del todo mi conjetura.
—Claro, Javi —explicó, señalando la tele—. Lo que pasaba en esa película es lo que pasa siempre: uno se muere y al día siguiente ya nadie se acuerda de él. Eso es lo que pasó con mi tío Manolo.
Su tío Manolo era Manuel Mena. Aquella misma noche volvimos a hablar sobre él, y durante los fines de semana siguientes ya casi no cambiamos de tema. Desde que tenía uso de razón oía hablar de Manuel Mena a mi madre, pero solo en aquellos días comprendí dos cosas. La primera es que para ella Manuel Mena había sido mucho más que un tío paterno. Según me contó entonces, durante su infancia mi madre había convivido con él en casa de su abuela, a pocos metros de la de sus padres, quienes la habían mandado allí porque sus dos primeras hijas habían muerto de meningitis y abrigaban el temor razonable de que la tercera contrajese la misma enfermedad. Mi madre había sido al parecer muy feliz en aquel abarrotado caserón de viuda de su abuela Carolina, acompañada por su primo Alejandro y mimada por un ejército bullicioso de tíos solteros. Ninguno de ellos la mimaba tanto como Manuel Mena; para mi madre, ninguno resistía la comparación con él: era el benjamín, el más alegre, el más vital, el que siempre le traía regalos, el que más la hacía reír y el que más jugaba con ella. Le llamaba tío Manolo; él la llamaba Blanquita. Mi madre lo adoraba, así que su muerte representó un golpe demoledor para ella. Nunca he visto llorar a mi madre; nunca: ni siquiera durante sus dos años de depresión, ni siquiera cuando murió mi padre. Mi madre, simplemente, no llora. Mis hermanas y yo hemos especulado mucho sobre las razones de esta anomalía, hasta que una de aquellas noches posteriores a su accidente, mientras ella me contaba por enésima vez la llegada del cadáver de Manuel Mena al pueblo y recordaba que se había pasado horas y horas llorando, creí encontrar la explicación: pensé que todos tenemos una reserva de lágrimas y que aquel día se había agotado la suya, que desde entonces no
le quedaban lágrimas que verter. Manuel
Mena, en resumen, no era solo el tío paterno de mi madre: era su hermano mayor; también era su primer muerto.
La segunda cosa que comprendí en aquellos días era aún más importante que la primera. De niño yo no entendía por qué mi madre me hablaba tanto de Manuel Mena; de joven pensaba, secretamente avergonzado y horrorizado, que lo hacía porque Manuel Mena había sido franquista, o por lo menos falangista, y durante el franquismo mi familia había sido franquista, o por lo menos había aceptado el franquismo con la misma mansedumbre acrítica con que lo había aceptado la mayor parte del país; de adulto he comprendido que esa explicación es trivial, pero solo durante aquellas charlas nocturnas con mi madre convaleciente alcancé a descifrar la naturaleza exacta de su trivialidad. Lo que entonces comprendí fue que la muerte de Manuel Mena había quedado grabada a fuego en la imaginación infantil de mi madre como eso que los griegos antiguos llamaban kalos thanatos: una bella muerte. Era, para los griegos antiguos, la muerte perfecta, la muerte de un joven noble y puro que, como Aquiles en la Ilíada, demuestra su nobleza y su pureza jugándose la vida a todo o nada mientras lucha en primera línea por valores que lo superan o que cree que lo superan y cae en combate y abandona el mundo de los vivos en la plenitud de su belleza y su vigor y escapa a la usura del tiempo y no conoce la decrepitud que malogra a los hombres; este joven eminente, que renuncia por un ideal a los valores mundanos y a la propia vida, constituye el dechado heroico de los griegos y alcanza el apogeo de su ética y la única forma posible de inmortalidad en aquel mundo sin Dios, que consiste en vivir para siempre en la memoria precaria y volátil de los hombres, como le ocurre a Aquiles.
Para los griegos antiguos, kalos thanatos era la muerte perfecta que culmina una vida perfecta; para mi madre, Manuel Mena era Aquiles.

Fragmento extraído de la web de EL COMERCIO

martes, 14 de marzo de 2017

LAND OF MINE de Martin Zandvliet SUPERVIVENCIA Y REDENCION



Imprescindible, genial, a la altura de las mejores obras, cine danés en estado puro con un Roland Moller brillante.

Nominada a mejor película de habla no inglesa en la última edición de los Óscars.


lunes, 20 de febrero de 2017

Mircea Cartarescu en y sobre la poesía y su oficio



`Hoy, cuando la civilización del libro agoniza y cuando penetramos con voluptuosidad en los espantosos desfiladeros de los virtual, la poesía es menos visible aún. La modernidad implicaba una civilización centrada en la cultura, una cultura centrada en el arte, un arte centrado en la literatura y una literatura centrada en la poesía. La poesía en la época de Valéry, Ungaretti y T.S. Eliot era el meollo del meollo de nuestro mundo. Ahora, la descentralización posmoderna ha producido una civilización sin cultura, una cultura sin arte, una arte sin literatura y una literatura sin poesía. En cierto modo, los polos de la vida humana se han invertido de manera brusca y las primeras víctimas han sido los poetas.
Y, sin embargo, humillada y disuelta en el tejido social, casi desaparecida como profesión y como arte, la poesía sigue siendo omnipresente y ubicua como el aire que nos envuelve. Pues, antes que una fórmula y una técnica literaria, la poesía es un modo de vida y una forma de mirar el mundo. Expulsados de nuevo de la ciudadela, los poetas han aprendido a luchar con las mismas armas que la civilización que los condena. Se han refugiado en las redes de los blogs literarios, donde publican libremente sus textos eludiendo las servidumbres de toda forma de comercialización, y han encontrado cobijo en los lyrics de la música rock y el rap, han conquistado las almenas de los vídeos musicales y comerciales. Han aprendido a competir en los slams de poesía interpretada. Han comprendido la alegría del anonimato, la alegría de la autosuficiencia de producir textos para unos cuantos amigos, han aprendido a protegerse de la brutalidad del mundo circundante y de la vulgaridad del éxito. Nada es más discreto, más admirable y más triste, en cierto sentido, que el poeta de hoy, el último artesano en un mundo de copias sin original, como escribía Baudrillard, el último ingenuo en un mundo de arribistas. ´


MIRCEA CARTARESCU en "El ojo castaño de nuestro amor" 

lunes, 13 de febrero de 2017

Dos poemas de LAS LUCES INTERIORES de Karmelo C. Iribarren




BREVE VARIACIÓN SOBRE UN TEMA CLÁSICO

El amor llega
en ocasiones
cuando no debe.

Y te complica la vida.

Y te dices
que deseas
que se vaya.

 Pero se queda.

A él no puedes mentirle.






LOS AMIGOS

Si no les cuentas tus desgracias
y no les prestas dinero,

los amigos siempre están ahí
-incluso de viejos-
para lo que necesites.

MEN AGAINST FIRE, quinto capítulo de la tercera temporada de BLACK MIRROR



Sencillamente genial, quizá hasta la fecha el más flojo de lo que va de temporada, pero aún así, repito, genial.


sábado, 4 de febrero de 2017

LIVE BY NIGHT de Ben Affleck



Vuelve a sorprenderme, y gratamente, Ben Affleck como director al adaptar la novela homónima de Dennis Lehane escrita allá por 2012.

Película de gángster a la vieja usanza, con una fotografía formidable, con un ritmo narrativo audaz pero que, quizá, trata de condesar demasiadas cosas de una época convulsa de América.

La interpretación contenida que a ratos parece querer estallar de Ben Affleck me parece sublime, el resto del reparto coral que le rodean no es del todo malo pero destacaría tres cosas: Elle Fanning sigue dando pasos de gigante en su trayectoria, Brendan Gleeson merece un papel mucho más grande que con el que le ha tocado bailar en este film y el descubrimiento, para mí, de Chris Messina como una gran pareja de baile de Affleck en la historia.

Recomendable cien por cien. Os dejo el tráiler:


miércoles, 1 de febrero de 2017

BLACK MIRROR: SAN JUNIPERO, un gran capítulo



Increíble capítulo de Black Mirror el de San Junipero.




martes, 31 de enero de 2017

COMO SER BILL MURRAY de Gavin Edwards



Reconozco que últimamente los libros de Blackie Books me echan cada vez más para atrás. Pero en concreto este título no podía dejarlo escapar, os doy los motivos. Para una persona como yo cercana ya a los 40 años la figura del actor Bill Murray en el cine de mi infancia es fundamental, recuerdo títulos increíbles que me hicieron pasar largas tardes de entretenimiento como: ´Los incorregibles albóndigas´, `El pelotón chiflado´o incluso su archiconocida `Los cazafantasmas´.

Sí, sé que después vendrían otras grandes películas, sobre todo las numerosas colaboraciones con el director Wes Anderson,  `Lost in translation´,  `St. Vicent´o incluso sus trabajos para el director Jim Jarmusch.

Pero aún así, a pesar de este gran bagaje, Bill siempre será Peter Venkman en Cazafantasmas, y este libro está lleno de sus películas, pero también de su vida, su filosofía ante las adversidades y lo convierte todo ello, me refiero al libro, en un rara avis que los coleccionistas de nostalgias hacemos bien en guardar en nuestras estanterías.