lunes, 14 de marzo de 2011

Una vida dentro de otra de HASIER LARRETXEA


Tengo oído que los versos de la poesía son como los hachazos. La terminación de los versos,
un nuevo corte en el tronco. La supuración en las pieles secas, la resina.

Desde que nací, he vivido enraizado plenamente con el deporte rural. En los cerrados bosques
me perdía con mi padre y mi tío, aizkolaris, entre el eco de los hachazos, y su reflejo
en la penumbra provocada por las ramas. De pueblo en pueblo, de fiesta en fiesta, de campeonato
en campeonato. Siempre he tenido cerca los aizkolaris y los deportistas rurales más
famosos. Mi padre, mi tío. La piedra, el pueblo. Una muestra del modo de vida silvestre.

Todavía me hacen recordar, cómo, con tres años, en el campo de fútbol de Atocha de San
Sebastián, después de ver a los aizkolaris australianos, comencé con la modalidad del corte
vertical. En la corteza del tronco, nada más que arañazos de un gato.

Un tipo de hacha para astillas grandes, la otra para astillas pequeñas. Como en la literatura.
La novela y la poesía. El gigante y la polilla.

Nací para ser deportista rural. ¡Cuántas veces me ha dicho mi padre que tengo planta
para ser un excelente harrijasotzaile! De pequeño, levantaba piedras de madera,
estando él a mi lado.

La tensión de las grandes competiciones, ha mermado con la colección de txapelas del salón.
El padre, alerta, sosteniendo un hacha entre los brazos.

El verso, ¡zas!, en el corazón del tronco, de igual modo que el hacha afilada proyecta el corte
evitando los nudos. La pluma es mi hacha. La fortaleza genética de la gente de la montaña. El
ser humano y la naturaleza. De la generación sucesora de hombres y mujeres surgidos en el
acantilado de la naturaleza.

He ido configurando con las palabras las imágenes y formas que mi padre plasma en la madera,
en una competición de jóvenes aizkolaris, tras irme sin concluir el trabajo. Tiñendo los trozos
de madera con las gotas de sangre que se me deslizaban por las manos.

A pesar de no querer hacerlo, me presenté. Estuve. Lo intenté. Para mostrar que no nací para
eso. Desde entonces, mi padre no ha intentado más veces que yo fuera un deportista rural. A
pesar de que él sigue viviendo con el brillo en los ojos. Sintiéndose en simbiosis con los montes.
Es un hombre del bosque. Un basajaun. Un vasco auténtico.

Por eso, debía ser hábil en algo, para dejar a un lado el ejercicio diario de cortar la madera.
Así, comencé a ganar premios de literatura juvenil. Eran las razones para estar tranquilo. La
manera de que me dejara tranquilo.

Escribir, en un intento para comprender la vida, para ahuyentar el dolor. En el entorno del
campo, la literatura era la burbuja que me mantendría a salvo. La piedra preciosa que me alejaba
y me protegía.

“Nunca he visto tanta vida en una mirada tan triste”. Es la frase de cabecera de la época en la
que comencé a escribir. En todo momento me sentía a mí mismo, a mi cuerpo, como a un
extraño. Encadenado, debilitado, un adolescente sin vida. Sin esperanza, atrapado desde las
entrañas.

Así podría huir de la realidad sin empuje ni motivación, hasta transformarla en el empuje y la
motivación de esa realidad.

La palabra convertida en aliento. Cada frase, una punzada contra el decaimiento.

Es día de fiesta en el pueblo. En la lejanía, los bertsolaris, el baile. Las cantilenas de una época.
El padre, estornudando en la cocina. La madre, con la abuela triste por los achaques
de la vejez, en la plaza.

Al dejar el libro publicado encima de la mesa, mi padre me dijo que me había hecho
un hombre. Mi hermano que me compraría la tarjeta para la comida de las fiestas del
pueblo. Hace años que no me acerco a las fiestas del pueblo.

Sacudo los fantasmas de la memoria con la poesía. Coso las rasgaduras de la ausencia. Asigno
una coreografía refinada alrededor de la vida, admitiendo los restos de claridad. A pesar de
ocuparme en los poemas de la parte oscura y dolorosa del ser humano, no lo hago más que
para mantener la pureza de la esencia.

La literatura como purificación. Al modo de una racha de aire de otoño. Se llevará la hoja. En
cambio, no la rama. La raíz.

Colorear los frutos con los significados, la esencia de las ganas de vivir.

Las respuestas, antes que las preguntas.

Una vida dentro de otra. Como los anillos del tronco.


publicado en la revista de BIBLIOTECAS DE NAVARRA en diciembre del 2010.

2 comentarios:

yolandasaenzdetejada dijo...

Es preciosoooo.... jo, me ha encantado. Gracias.

Ángel Muñoz dijo...

VERDAD QUE SÍ, YOLAN, ES MAGNÍFICO EL TEXTO DE HASIER.