miércoles, 11 de mayo de 2011

Una reflexión de Jordi Doce


Se habla mucho de la necesidad de volver a los clásicos en nuevas traducciones y ediciones contemporáneas que ofrezcan garantías; un servir el vino viejo en odres nuevos, como si dijéramos, que nos permita releer y meditar de nuevo, sin estorbos, sin el recuerdo de previas frecuentaciones, sobre lo leído. Pero no se recuerda la importancia, quizá más íntima y hasta cierto punto contradictoria, de recuperar las ediciones en la que uno leyó un libro por vez primera. La importancia, en rigor, de rescatar el soporte físico de otro tiempo y con él –convertido de pronto en médium– las sensaciones que acompañaron su lectura. El tacto del papel, la tipografía, el color más o menos desvaído de la portada, los pliegues de las páginas, se vuelven así conductores o elementos de una máquina del tiempo que, más que nunca, nos sube a las pupilas la marea de nuestra sangre joven, nos ciega con la fuerza insolente de lo que fuimos. Lo que surge de ese contacto renovado, el súbito chispazo, no es menos capaz de estimularnos que el cambio de envoltorio de tantas reediciones. Aparecen cosas de las que no teníamos memoria, que habíamos pasado por alto, y es como si estuviéramos rematando un trabajo que no supimos completar en su día. Algo de esa satisfacción se filtra a la relectura y nos convierte en un lápiz que olfatea las letras finales de un crucigrama. Con la diferencia de que este crucigrama es más bien un rompecabezas y no se termina jamás.

extraído del blog de JORDI DOCE, Perros en la playa

fotografía inédita de Ángel Muñoz.

1 comentario:

Ramón María dijo...

Totalmente de acuerdo, la relectura nos devuelve aromas casi olvidados.

Saludo