Terrence Malick, aunque se resiste a ser fotografiado y a conceder entrevistas, lo que le confiere un aura de misterio y la sensación de que se trata de un ermitaño incapaz de relacionarse con el mundo, ni está solo ni está desconectado del mundo. Le acompañan (le han acompañado siempre), en su viaje estético y vital, nombres como los del filósofo Martin Heidegger, el poeta Walt Whitman o el escritor, poeta, agrimensor, naturalista, activista, anarquista, conferenciante y fabricante de lápices Henry David Thoreau. Y por su visión panteísta y su condición de creador de imágenes, está realmente conectado al hombre, a la vida y al mundo. Desde 1973 ha dirigido cinco largometrajes y, aunque jamás será acreedor de (siempre sospechosos, o casi siempre) consensos de ninguna clase y en ningún lugar, ahora goza de un enorme prestigio como cineasta y de una libertad en sus proyectos con la que pueden ejercer su misión muy pocos (contados con los dedos de una mano) directores en el mundo. Un privilegio conquistado, y no regalado por nadie, a base de coherencia y de una total fidelidad a sí mismo y a su misión de escultor de imágenes y sonidos cinematográficos. Imágenes y sonidos que da la impresión de pertenecerle sólo a él, en verdad, y con los que ha construido una obra breve en títulos pero enorme en cuanto a su capacidad de arrastre, su vuelo poético, su refinada e inimitable búsqueda de lo invisible. Esa indagación abstracta en regiones del alma y de la mente que para muchos artistas queda vedada.
Ahora, tras su paso triunfal por Cannes (no exento de voces que la aborrecían), ha llegado a España la última de estas películas (dicen que ya tiene terminado el rodaje de la siguiente, y que prepara una séptima) y son esperables y lógicas las reacciones dispares (hasta opuestas) ante una película absolutamente inclasificable, alejada de cualquier otra que podamos ver en una pantalla ahora o nunca, y ante la que no es posible acercarse, y mucho menos realizar un análisis medianamente serio y valioso, haciendo uso de las herramientas o los arquetipos que tantas veces se emplean cuando se trata de escribir sobre una obra cinematográfica, pues sus múltiples aristas (conceptuales, filosóficas, formales, temáticas, técnicas, líricas) lo impiden, ya que Malick llega quizá más lejos que nunca en su particular y muy radical concepción del cine. Pero, aunque radical, palpitan en sus imágenes, aunque sea en el subsuelo de ellas, algunas de las indagaciones espirituales de los más grandes directores norteamericanos (Ford, Capra, Lynch), europeos (Truffaut, Erice, Resnais) o asiáticos (Ozu, Mizoguchi, Yimou), y participan de una universalidad incontestable, que las convierte en plenamente accesibles para cualquier ser humano. Una película que, además, encuentra en sus enormes desequilibrios estructurales su verdadera razón de ser y su indescriptible éxtasis emocional. No es la perfección, ni la verdad, lo que aspira a capturar esta hermosa película, sino la escurridiza, luminosa y percutante energía de la vida misma.
Muchos se acercarán a esta película y sentirán un irresistible y feroz rechazo. Probablemente abandonen la sala o se sientan defraudados. No es nada nuevo. Reacciones similares tuvieron lugar cuando ‘La delgada línea roja’ (‘The Thin Red Line’, 1998) o ‘El nuevo mundo’ (‘The New World’, 2005), vieron la luz. La probabilidad de que esto ocurra será mucho mayor si el espectador no conoce la obra previa de Malick, o si no es consciente de que este director no tiene el menor interés, nunca lo ha tenido, en entretener o enamorar al espectador con una historia bellamente filmada. No son cosas que le interesen o que le muevan para salir de su casa y ponerse a filmar una película. Tampoco le interesa una narración convencional, o filmar un episodio de la vida de un personaje como lo haría cualquier otro director. Aún quedan algunos artistas en el mundo que son capaces de elaborar un mundo propio en las páginas de un libro, o en las imágenes y sonidos de una película simplemente porque ellos respiran y beben eso como una forma de vida, y una misteriosa chispa en su interior les obliga a establecer sus propias reglas y a no hacer algo que a se haya hecho, o no de la misma forma. Es decir, son creadores. Y no pueden dejar de serlo. Ni siquiera les interesa la narración, ni la trama. Sólo una cosa les importa, y es permitirnos, a nosotros, asistir a las secretas conexiones de todas las cosas vivas, como demiurgos o profetas capaces de comprender todo lo que nos destruye y nos llena de paz, todo lo que tememos y lo que amamos, lo que nos aprisiona y nos hace libres.
Amar es perdonar, comprender, aceptar
Algunos analistas que la habían visto decían que ‘El árbol de la vida’ (‘The Tree of Life’, 2011) era una obra de enormes ambiciones, que trataba de conectar poéticamente al ser humano con los orígenes del universo, y que en su secuencia se buceaba en cuestiones metafísicas inextricables y crípticas. Todo ello desde una puesta en escena muy autocomplaciente y forzada, hasta grandilocuente. Para mí, la realidad es muy otra. No existe tal ambición desmesurada (al menos, en lo temático) ni tales elementos crípticos. Siendo una película con algunos grandes defectos (sobre todo en su zona final), sorprende por la enorme contención de su estrategia estética y porque, aunque su carácter espiritual la lleva a mostrar imágenes como la creación de una supernova o el surgimiento de un enorme dinosaurio en una playa, sorprendentemente su cámara jamás se aleja de la realidad de una familia de Texas, del nacimiento de un niño, del pulso vital de lo cotidiano. Su único interés es el hombre, y el corazón de esta película es el perdón como la única y definitiva prueba de amor sin límites, y como territorio final de redención y sosiego. Y a partir de ahí la imaginación de Malick propone una zambullida sin límites a los misterios indescrifrables de la infancia, y es de tal calibre su aportación que se inscribe con letras de oro en la larga tradición de esas maravillosas películas que han hecho de la transición de niño a adulto la medula espinal de su secuencia.
El director se crió en Waco, Texas, en una familia conflictiva de grandes altibajos económicos y sentimentales, y tuvo una adolescencia marcada por el contacto con la naturaleza y el aprendizaje de los resortes violentos del mundo que le rodeaba. Su hermano murió en circunstancias que nadie conoce bien del todo. Pero sí se conoce que él se ha sentido durante años terriblemente culpable por ello. Estamos, por tanto, ante una confesión fílmica en toda regla, y ante la expresión dramática de unos demonios interiores violentísimos y muy dolorosos, pero también ante la evocación plácida, sensorialmente apabullante, de unos recuerdos muy intensos. En la ficción son los recuerdos de un hombre roto y perdido en una gran ciudad, agobiado por enormes edificios de cristal y acero, y por un trabajo que le aporta dinero y posición, pero que le vacía por dentro y no le hace feliz. Ese hombre, al que aporta su rostro el imprescindible Sean Penn, es un alter-ego evidente del propio director, y cuando no vaga por el fotograma o conversa oscuramente con su padre en un ascensor que le lleva a ninguna parte, se evade en la remembranza de su infancia con sus dos hermanos, que en la cosmogonía de Malick viene a representar el paraíso perdido que ya vimos en las sociedades preindustriales de las Islas Solomon de ‘La delgada línea roja’ o en la Virginia salvaje de ‘El nuevo mundo’. Se trata de un hombre que anhela recuperar una inocencia y una alegría que en su vida parecen perdidas, y que pasan por aceptar las propias enormes limitaciones y que la muerte es invencible y caprichosa, pero que no puede arrebatarle todo lo bueno que ha conocido.
Pero para ello tendrá que recordar (es decir, volver a pasar por el corazón) muchos acontecimientos terribles y oscuros que le marcaron para siempre y que sólo ahora, siendo un hombre maduro, puede intentar comprender. De este modo, la película es un enorme flash-back, que en los primeros momentos son como fogonazos que golpean su cuerpo y que luego, durante dos horas, serán el eje central del relato. Nos convertiremos en él, y nos sentiremos completamente identificados (yo mismo me he sentido estremecedoramente retratado en mi relación con mi padre y con mi hermano) en su vértigo emocional, y seremos testigos privilegiados de la vida rutinaria de una familia media de mediados del siglo XX en un barrio residencial como pudo haber miles en Estados Unidos. Seremos parte de esa familia y se nos permitirá compartir sus momentos de euforia y sus miserias y épocas de dolor. Pero nunca desde lo moral o lo narrativo, y siempre desde lo sensorial, lo fugaz, crisol de instantes irrepetibles que, en su misma esencia, llega a convocar una tensión psíquica y espiritual muy difícil de describir y que sólo las grandes obras de arte pueden atesorar, y se descubre uno llorando ante sus imágenes, sin saber muy bien si las lágrimas están provocadas por la belleza de esas imágenes o por lo desgarrador y lacerante de algunas escenas. O quizá porque uno comprende que realmente ya no está solo en el mundo.
Rasgos de una complejísma puesta en escena
Bien sabrán los lectores que el rodaje tuvo lugar hace más de dos años, y que se llegaron a filmar casi 600.000 metros de película. Después del rodaje, Malick se dedicó, durante muchos meses, a pulir su obra obsesivamente, añadiéndole por primera vez elementos digitales, y el resultado es uno de los aspectos cinemáticos más perfectos de la historia del cine. Ya en el rodaje repitió el mismo esquema con el eminente operador Emmanuel Lubezki, cuando ambos convinieron en que toda luz sería natural, que todos los lugares de rodaje se verían completamente privados de cables o utensilios eléctricos, y que todos los planos serían cámara en mano, salvo muy pocos de grúa, que precisamente tuvieron lugar en el árbol que preside la casa. La cámara de Malick es más nerviosa y fluctuante que nunca, y no tiene miedo de efectuar furiosos barridos y panorámicas de derecha a izquierda y viceversa, así como de picar, contrapicar y torcer la cámara si con todo ello puede expresar con mayor potencia el estado anímico de sus personajes. Pero también caben en ella esos rasgos contemplativos, serenos, de obras anteriores, en los que queda patente su capacidad innata para la observación pura de la naturaleza, no como un entorno preciosista, sino como una metáfora de lo que quiere expresar y también como conexión de sus criaturas con algo más grande y eterno que ellos mismos. Los grandes poetas siempre observaron la naturaleza, no por un amor entrañable o ingenuo hacia ella, sino como constatación de que estamos unidos al entorno natural por lazos inmortales que, a su vez, nos vuelven a nosotros inmortales. En el cine, puede que haya muy pocos que comprendan (es un experto geólogo y conoce todas las plantas) o se acerquen a un río o a un bosque como lo hace él.
En ‘El árbol de la vida’, con un aspecto de 1.85:1, se han utilizado cámaras de 35 mm, así como cámaras submarinas y otras Panavisión 65 mm. También se ha trabajado, para los complejísimos planos del universo y de la creación del mundo, con cámaras Phantom de alta velocidad y cámaras digitales. En la pantalla, se tiene la sensación de obtener la película más heterogénea, a un nivel plástico, de toda la obra de Malick. Por otro lado, es la primera vez que filma imágenes de la vida contemporánea, siempre preocupado por un pasado más o menos reciente. Sin duda, es un cambio importante. Pero también prosigue en su obsesión por la luz cortada del amanecer y del atardecer, como la atmósfera perfecta para fijar los recuerdos. El montaje sigue siendo abrupto e impredecible, con cortes chocantes que superponen el mismo plano o simplemente le arrebatan segundos, o con enormes contrastes entre un plano y otro, tanto de significado como de tonalidad, lo que muchas veces trastoca drásticamente el flujo emocional de una secuencia y nos pone en la incómoda necesidad de tener que rellenar los huecos de la historia, siguiendo los hilos de los gestos o las réplicas. Todo es tan veloz, tan vertiginoso, como un recuerdo, y también, como tal, a menudo no sabemos si lo que estamos viendo es un hecho objetivo y dramatizado o bien un pensamiento o un anhelo o una necesidad de incluir en ese recuerdo actos o frases que nunca se hicieron o nunca se dijeron. En otras ocasiones, casi parece que asistamos más a un sueño, o al recuerdo de un sueño. Pero en lugar de desorientarnos o de confundirnos entre sueños y recuerdos, nunca perdemos el mapa emocional y sentimental de los personajes y eso nos ayuda a seguir la película con total perfección, sin perder jamás la tensión interna de la secuencia.
La cámara está muy encima de los actores, incluso de los bebés, en secuencias complejísimas. Malick trabajaba con un equipo mínimo y buscaba el ambiente propicio para que los acontecimientos ocurriesen realmente, más que ser fingidos o interpretados. Una técnica muy complicada de llevar a cabo, y que requiere de muchas horas y de una delicadeza y una dureza extremas. Pero de esta forma Malick es capaz de apresar numerosos instantes casi mágicos, en los que el azar, la improvisación, y hasta la verdad, hacen su aparición de repente. Todo para construir algunos de los momentos más hermosos del cine reciente: el niño que comienza a tocar la guitarra en segundo término y el padre le acompaña, abrumado por la emoción, con su piano; la mariposa que vuela alrededor de la madre y finalmente se posa en su mano; los niños de pocos meses de edad jugando en el jardín de la casa y compitiendo por el cariño de su madre con muy diferentes tácticas; el bebé que apenas gatea por el suelo enfrentándose a la enorme escalera de la casa, escalera que terminará en una buhardilla que más adelante albergará algunos de sus sueños recurrentes; los hijos aprovechando la ausencia del dictatorial padre para convertir la casa en un espacio de anarquía y risas; la piedad de un dinosaurio cazador hacia su presa, cuando ya la tiene acorralada; la reunión celestial de familias en una playa de ensueño… Malick se lanza con toda su potencia visual a hablar con Dios, a preguntarle por qué los seres queridos mueren y por qué nos sentimos tan solos, para así librarse de la culpa del hermano muerto, para situar al hombre más allá de lo narrativo y buscar la belleza de lo que no se ve, pero se siente.
Dicen que Sean Penn, al ver su personaje reducido a un mero fantasma en la película, se ha cogido un buen cabreo. Pero a mi modo de ver, su presencia fugaz, casi trastornada, es vital para la película, y ejerce de ancla y de pregunta ante la respuesta que son los recuerdos, y si su segmento hubiera disfrutado de mayor tiempo, el enorme peso de las vivencias de los chavales habría quedado aún más desequilibrado y la película, ya de por sí agotadora, se hubiera aniquilado a sí misma en una sucesión de viajes hacia el pasado y hacia el presente. Brad Pitt, cuyo personaje estaba previsto que lo interpretara el fallecido Heath Ledger, borda un dificilísimo trabajo de contención y de explosión, que fácilmente podría haber caído en lo exagerado o incoherente, pero que este actor cada vez más dueño de su talento, es capaz de clavar con una precisión admirable. Sin embargo, la unión de todos los personajes al final, las imágenes del interior torturado de Penn, la elegíaca secuencia de la playa en la que la madre sigue hablando con Dios y tienen lugar tantos reencuentros, queda bastante forzada, y no acaba de encontrar el necesario tempo y la necesaria fuerza expresiva, como si Malick hubiera necesitado de una hora más para ensamblarla debidamente, y aunque no empaña todo lo demás, ni mucho menos, desmerece bastante del largo segmento de los niños, en cuyos juegos y descubrimientos está, de lejos, lo más valioso de esta audaz película. También en la relación de un hijo con su padre, tan generoso y cálido como estricto y violento, maestro de los sinsabores y la agresividad de un mundo despiadado.
Las conquistas de una obra revolucionaria
Y así, poco a poco, odiaremos a un padre que representa la oscuridad, mientras la madre representa la luz. Pero luego sentiremos piedad por un progenitor que también es un hombre roto y vacío, para el que la vida es demasiado dura y pesada, y que detrás de toda su dureza esconde mucho dolor y mucha frustración. Y poco a poco iremos viendo como el perdón y la aceptación y comprensión total del otro es la llave para que el pasado por fin se cierre y, quizá, se abra un futuro que parece cada vez más negro. ‘El árbol de la vida’ se instala en este presente oscuro dominado por el capitalismo salvaje y la crítica situación individual de cada uno, pero vuelve la mirada a un pasado que puede darnos la libertad, la energía y la alegría de volver a empezar y así construir un mundo, y sobre todo un interior de cada uno, más libre y esperanzador. Terrence Malick, aunque siempre narra algunas de las más terribles negruras del alma del hombre común, tiene plena confianza en él, y no se cansa de esperar que lo mejor de él reemplace a lo peor y que seamos capaces de encontrar la belleza en el mundo que nos rodea y dejemos de revolcarnos en nuestras miserias. La música de Alexandre Desplat (quien, al parecer, ha tenido una relación creativa con Malick tan tortuosa y llena de problemas como la tuvieran Hans Zimmer o James Horner), uno de los compositores más inspirados de la actualidad, es complejísima y también incide en toda esta búsqueda de esperanza a través del camino del dolor y la oscuridad. Más que llamar la atención sobre sí misma, con melodías o sinfonías destacadas, se incrusta a la perfección en el collage audiovisual que construye Malick, acompañada también de grandes piezas de Bach, Brahms y otros.
Obra lírica antinarrativa, verdadera investigadora de nuevas formas cinematográficas, y a la vez compulsiva confesión en forma de arte, ‘El árbol de la vida’ es una experiencia sensorial obligatoria para todo aquél que no encuentre ya satisfacción en las formas más obsoletas y anticuadas del cine como cuentacuentos, y sí como el exacto soporte de los recuerdos y de los sueños.
Mi buen amigo Adrián Massanet nos deja este pedazo de artículo sobre la última película de Terrence Malick, extraído de aquí
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