jueves, 25 de mayo de 2017

TSCHICK o GOOD BYE, BERLIN, de Fatih Akin. PÓSTER Y TRÁILER.



Tráiler:


Lectura reciente: EL MONARCA DE LAS SOMBRAS, Javier Cercas



Se llamaba Manuel Mena y murió a los diecinueve años en la batalla del Ebro. Fue el 21 de septiembre de 1938, hacia el final de la guerra civil, en un pueblo catalán llamado Bot. Era un franquista entusiasta, o por lo menos un entusiasta falangista, o por lo menos lo fue al principio de la guerra: en esa época se alistó en la 3ª Bandera de Falange de Cáceres, y al año siguiente, recién obtenido el grado de alférez provisional, lo destinaron al Primer Tabor de Tiradores de Ifni, una unidad de choque perteneciente al cuerpo de Regulares. Doce meses más tarde murió en combate, y durante años fue el héroe oficial de mi familia.
Era tío paterno de mi madre, que desde niño me ha contado innumerables veces su historia, o más bien su historia y su leyenda, de tal manera que antes de ser escritor yo pensaba que alguna vez tendría que escribir un libro sobre él. Lo descarté precisamente en cuanto me hice escritor; la razón es que sentía que Manuel Mena era la cifra exacta de la herencia más onerosa de mi familia, y que contar su historia no solo equivalía a hacerme cargo de su pasado político sino también del pasado político de toda mi familia, que era el pasado que más me abochornaba; no quería hacerme cargo de eso, no veía ninguna necesidad de hacerlo, y mucho menos de airearlo en un libro: bastante tenía con aprender a vivir con ello. Por lo demás, ni siquiera hubiese sabido cómo ponerme a contar esa historia: ¿hubiera debido atenerme a la realidad estricta, a la verdad de los hechos, suponiendo que tal cosa fuese posible y el paso del tiempo no hubiese abierto en la historia de Manuel Mena vacíos imposibles de colmar? ¿Hubiera debido mezclar la realidad y la ficción, para rellenar con esta los huecos dejados por aquella? ¿O hubiera debido inventar una ficción a partir de la realidad, aunque todo el mundo creyese que era veraz, o para que todo el mundo lo creyese? No tenía ni idea, y esta ignorancia de forma me parecía la ratificación de mi acierto de fondo: no debía escribir la historia de Manuel Mena.
Hace unos años, sin embargo, ese antiguo rechazo pareció entrar en crisis. Para entonces hacía ya tiempo que yo había dejado atrás la juventud, estaba casado y tenía un hijo; mi familia no pasaba por un gran momento: mi padre había muerto tras una larga dolencia y mi madre todavía capeaba a duras penas el trance ingrato de la viudedad después de cinco décadas de matrimonio. La muerte de mi padre había acentuado la propensión natural de mi madre a un fatalismo melodramático, resignado y catastrofista (“Hijo mío —era una de sus sentencias más socorridas—, que Dios no nos dé todas las desgracias que somos capaces de soportar”), y una mañana la atropelló un coche mientras cruzaba un paso de cebra; el accidente no revistió excesiva gravedad, pero mi madre se llevó un buen susto y se vio obligada a permanecer varias semanas sentada en un sillón con el cuerpo tatuado de magulladuras. Mis hermanas y yo la animábamos a salir de casa, la sacábamos a comer o de paseo y la llevábamos a su parroquia para oír misa. No se me olvida la primera vez que la acompañé a la iglesia. Habíamos recorrido al ralentí los cien metros que separan su casa de la parroquia de Sant Salvador y, cuando nos disponíamos a cruzar el paso de cebra que facilita la entrada a la iglesia, estrujó mi brazo.
—Hijo mío —me susurró—, bienaventurados los que creen en los pasos de cebra, porque ellos verán a Dios. Yo estuve a punto.
Durante aquella convalecencia la visité más a menudo que de costumbre; muchas veces me quedaba incluso a dormir en su casa, con mi mujer y mi hijo. Llegábamos los tres el viernes por la tarde o el sábado por la mañana y nos instalábamos allí hasta que el domingo al anochecer volvíamos a Barcelona. Durante el día hablábamos o leíamos, y por la noche veíamos películas y programas de televisión, sobre todo Gran Hermano, un concurso de telerrealidad que a mi madre y a mí nos encantaba. Por supuesto, hablábamos de Ibahernando, el pueblo extremeño del que en los años sesenta emigraron a Cataluña mis padres, igual que en aquella época hicieron tantos extremeños. Digo por supuesto y comprendo que debería explicar por qué lo digo; es fácil: porque no hay acontecimiento más determinante que la emigración en la vida de mi madre. Digo que no hay acontecimiento más determinante que la emigración en la vida de mi madre y comprendo que también debería explicar por qué lo digo; eso ya no es tan fácil. Hace casi veinte años intenté explicárselo a un amigo diciéndole que la emigración había significado que de un día para otro mi madre dejara de ser una hija privilegiada de una familia patricia en un pueblo extremeño, donde ella lo era todo, para ser poco más que una proletaria o poco menos que una pequeña burguesa abrumada de hijos en una ciudad catalana, donde ella no era nada. Apenas la hube formulado, la respuesta me pareció válida pero insuficiente, así que me puse a escribir un artículo titulado “Los inocentes” que ahora mismo sigue siendo la mejor explicación que sé dar de este asunto; se publicó el 28 de diciembre de 1999, día de los inocentes y trigésimo tercer aniversario de la fecha en que mi madre llegó a Gerona.
[…]
Más de una década después de que se publicara, mi madre seguía sin salir de Ibahernando aunque siguiera viviendo en Gerona, de modo que es lógico que nuestro principal pasatiempo durante las visitas que le hacíamos para aliviar su convalecencia consistiera en hablar de Ibahernando; más inesperado fue que en una ocasión nuestros tres pasatiempos principales parecieran converger en uno solo. Sucedió una noche en que vimos juntos La aventura, una vieja película de Michelangelo Antonioni. La cinta narra cómo, durante una excursión de un grupo de amigos, uno de ellos se pierde; al principio todos lo buscan, pero en seguida se olvidan de él y la excursión prosigue como si nada hubiese ocurrido. La densidad estática de la película derrotó en seguida a mi hijo, que se fue a la cama, y a mi mujer, que se durmió en su sillón, delante de la tele; mi madre, en cambio, sobrevivió intacta a las casi dos horas y media de imágenes en blanco y negro y diálogos en italiano subtitulados en español. Sorprendido por su aguante, al terminar la proyección le pregunté qué le había parecido lo que acababa de ver.
—Es la película que más me ha gustado en mi vida —contestó.
De haberse tratado de otra persona, hubiera creído que la frase era un sarcasmo; pero mi madre no conoce el sarcasmo, así que pensé que la orfandad de peripecias y los silencios inacabables de Gran Hermano la habían entrenado a la perfección para disfrutar los silencios inacabables y la orfandad de peripecias de la película de Antonioni. Miento. Lo que pensé fue que, acostumbrada a la lentitud de Gran Hermano, La aventura le había parecido tan trepidante como una película de acción. Mi madre debió de notar mi asombro, porque se apresuró a intentar disiparlo; su aclaración no desmintió del todo mi conjetura.
—Claro, Javi —explicó, señalando la tele—. Lo que pasaba en esa película es lo que pasa siempre: uno se muere y al día siguiente ya nadie se acuerda de él. Eso es lo que pasó con mi tío Manolo.
Su tío Manolo era Manuel Mena. Aquella misma noche volvimos a hablar sobre él, y durante los fines de semana siguientes ya casi no cambiamos de tema. Desde que tenía uso de razón oía hablar de Manuel Mena a mi madre, pero solo en aquellos días comprendí dos cosas. La primera es que para ella Manuel Mena había sido mucho más que un tío paterno. Según me contó entonces, durante su infancia mi madre había convivido con él en casa de su abuela, a pocos metros de la de sus padres, quienes la habían mandado allí porque sus dos primeras hijas habían muerto de meningitis y abrigaban el temor razonable de que la tercera contrajese la misma enfermedad. Mi madre había sido al parecer muy feliz en aquel abarrotado caserón de viuda de su abuela Carolina, acompañada por su primo Alejandro y mimada por un ejército bullicioso de tíos solteros. Ninguno de ellos la mimaba tanto como Manuel Mena; para mi madre, ninguno resistía la comparación con él: era el benjamín, el más alegre, el más vital, el que siempre le traía regalos, el que más la hacía reír y el que más jugaba con ella. Le llamaba tío Manolo; él la llamaba Blanquita. Mi madre lo adoraba, así que su muerte representó un golpe demoledor para ella. Nunca he visto llorar a mi madre; nunca: ni siquiera durante sus dos años de depresión, ni siquiera cuando murió mi padre. Mi madre, simplemente, no llora. Mis hermanas y yo hemos especulado mucho sobre las razones de esta anomalía, hasta que una de aquellas noches posteriores a su accidente, mientras ella me contaba por enésima vez la llegada del cadáver de Manuel Mena al pueblo y recordaba que se había pasado horas y horas llorando, creí encontrar la explicación: pensé que todos tenemos una reserva de lágrimas y que aquel día se había agotado la suya, que desde entonces no
le quedaban lágrimas que verter. Manuel
Mena, en resumen, no era solo el tío paterno de mi madre: era su hermano mayor; también era su primer muerto.
La segunda cosa que comprendí en aquellos días era aún más importante que la primera. De niño yo no entendía por qué mi madre me hablaba tanto de Manuel Mena; de joven pensaba, secretamente avergonzado y horrorizado, que lo hacía porque Manuel Mena había sido franquista, o por lo menos falangista, y durante el franquismo mi familia había sido franquista, o por lo menos había aceptado el franquismo con la misma mansedumbre acrítica con que lo había aceptado la mayor parte del país; de adulto he comprendido que esa explicación es trivial, pero solo durante aquellas charlas nocturnas con mi madre convaleciente alcancé a descifrar la naturaleza exacta de su trivialidad. Lo que entonces comprendí fue que la muerte de Manuel Mena había quedado grabada a fuego en la imaginación infantil de mi madre como eso que los griegos antiguos llamaban kalos thanatos: una bella muerte. Era, para los griegos antiguos, la muerte perfecta, la muerte de un joven noble y puro que, como Aquiles en la Ilíada, demuestra su nobleza y su pureza jugándose la vida a todo o nada mientras lucha en primera línea por valores que lo superan o que cree que lo superan y cae en combate y abandona el mundo de los vivos en la plenitud de su belleza y su vigor y escapa a la usura del tiempo y no conoce la decrepitud que malogra a los hombres; este joven eminente, que renuncia por un ideal a los valores mundanos y a la propia vida, constituye el dechado heroico de los griegos y alcanza el apogeo de su ética y la única forma posible de inmortalidad en aquel mundo sin Dios, que consiste en vivir para siempre en la memoria precaria y volátil de los hombres, como le ocurre a Aquiles.
Para los griegos antiguos, kalos thanatos era la muerte perfecta que culmina una vida perfecta; para mi madre, Manuel Mena era Aquiles.

Fragmento extraído de la web de EL COMERCIO