LA TRISTEZA
Era de noche y llovía. David caminaba por las solitarias calles dejándose calar por la lluvia. Le gustaba salir a esas horas, cuando la ciudad estaba desierta y todas las aceras eran solo para él. David poseía un don especial que le hacía distinto al resto de la gente. Aunque más que don era una maldición. David absorbía la tristeza de los demás como una servilleta absorbía el líquido. Por eso a David le gustaba pasear por la noche, cuando la ciudad dormía y no había gente en las calles. Era entonces cuando se sentía a salvo de la tristeza de los demás. Gracias a ellos, David había experimentado todo tipo de tristezas, desde las más livianas a las más crueles. Penas que tan sólo eran nostalgia y otras tan amargas y dolorosas que tardaba días, a veces semanas, en recuperarse. Esa era la maldición de David: absorber la tristeza de las personas con las que se cruzaba. Le ocurría en cualquier sitio. Caminando por la calle, de pronto se rozaba con alguien y se veía invadido por sus penas. La tristeza no era suya, no le pertenecía, pero igualmente le inundaba y sobrecogía. A veces acumulaba tantas penas que enfermaba y se veía obligado a encerrarse en casa.
Apenas caían ya cuatro gotas. David siguió andando. Llegó a la orilla del río y al sendero que lo custodiaba. El cielo negro se fue abriendo a una luna creciente. También se asomaron algunas tímidas estrellas. Llegó a la pasarela que cruzaba el río y se animó a cruzar a la otra orilla. A unos treinta metros por delante, bajo una farola apagada, una mujer de unos veinte años se había subido encima de la barandilla y se disponía a saltar al río. David no reparó en ella hasta que estuvo demasiado cerca. Enseguida notó cómo su cuerpo absorbía su tristeza. Le había pillado desprevenido y el impacto fue mucho más violento de lo habitual. Se tambaleó y de no ser porque se agarró con fuerza a la barandilla se hubiese desplomado en el suelo. La chica se sintió aliviada, cómo si sus penas hubiesen saltado al río por ella. Aun así, se asustó con la presencia de David y huyó al verle. David apenas podía respirar. Nunca antes se había visto contagiado por una tristeza igual. Ésta sobrepasaba con mucho a todas las anteriores. El legado de la joven se agarraba a cada uno de sus músculos cómo un parásito despiadado que le obligaba a saltar al río. David estuvo a punto de ceder a los impulsos suicidas, pero con gran esfuerzo logró sobreponerse y abandonó deprisa la pasarela. Huyó del sendero y corrió hasta su casa. Solo allí estaba a salvo del sufrimiento ajeno.
® pepe pereza
Ayer conocí, por fin, a Pepe Pereza, nos llamamos por teléfono y resultó ser lo que me imaginaba por su blog y sus mails, un tío cojonudo, de verdad. Pepe, ya te lo dije todo ayer, esto es magia y tu tienes otra casa en Madrid.
Voltios dixit.
1 comentario:
Lo mismo te digo, canalla.
abrazo inmenso
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