viernes, 13 de abril de 2012

Antígona en la carretera de ALENA COLLAR


El arcén de la carretera está reseco, cubierto del polvo que los sucesivos automóviles van dejando a su paso. El verano en esas latitudes sureñas es un viento ominoso, que viene del desierto.

Por eso camina tan despacio, aunque ya no tiene prisa para nada.

Lleva un sombrero ridículo que la cubre  y que parece comprado en una sombrerería de hace décadas, y como anacronismo, tacones. Sin embargo el vestido en tono oscuro, es ligero y al menos no deja que el sol se cebe como serpiente enroscándose en su cuerpo.

Si alguien la preguntara, sabría que lleva tacones porque no tuvo tiempo de cambiarse de zapatos cuando llegó la balacera, cinco minutos antes de la fiesta.

Entraron los hombres a caballo en el rancho y dispararon a todo lo que se movía. Sin tiempo para explicar: su mamá tan arreglada cayó boca arriba, los ojos abiertos, desconcertados, el collar saltado por los aires, perdido entre sillones agujereados, sus hermanos, de espaldas, sorprendidos en el living-bar, botellas rotas por las estampidas, derramadas entre las piernas encogidas, los invitados en las posiciones más absurdas; parecían lagartos, pensó, y él, el Carapintada, el patriarca de la barba canosa, en su habitación, arreglado y compuesto para el baile, en un charco oscuro y pegajoso, entre el armario de espejos y el vestidor de antigua madera.
Foto de Ruy Sánchez

Ella no. Ella andaba atrás, en la zona del jardín interior, con Juancho, el hijo de las Marianas,  el guapo que la seguía a la hora de la ronda y al que hoy iban a anunciar que estaba prometida. Pero Juancho salió al oír el alboroto de la umbría y no lo vio, salvo cuando se hizo el silencio y pudo abandonar el jardín entre el absoluto vacío que la muerte deja.

Ni mirar quiso. Ya no hay más nada, pensó. Al final habían ganado la batalla. Después de veinte años de disputas, al Carapintada le había llegado el escarmiento por mantenerse al margen de la ley de la coca y no entrar en banderías.

Territorio abonado con sangre, como un destino atroz, pensó, mientras, esfinge griega de la pena, abandonaba la casa, olvidando quitarse los tacones y el sombrerito de la abuela Naula, que, como broma, había cogido para la fiesta.

Y la carretera la recibió con el sol del verano y el polvo de los automóviles que ignoran el dolor ajeno.

Camina despacio. Ya no tiene prisa para nada. Un horizonte plano, de camino adelante la lleva a ninguna parte. Se bifurca la carretera, lejos se ve una colina, traspasada, baja en ondulaciones suaves hacia un valle. Y sigue. Sigue.

Esa mujer más allá del dolor, más lejos de la vida, con ojos de Antígona durmiendo muertes impropias, sigue. Por la carretera. Solitaria. Polvorienta. Tan abandonadamente indiferente como su tristeza.



Alena Collar
 
 
EXTRAÍDO DEL BLOG  DE GACETARIOARRIBA

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