El
arcén de la carretera está reseco, cubierto del polvo que los sucesivos
automóviles van dejando a su paso. El verano en esas latitudes sureñas
es un viento ominoso, que viene del desierto.
Por eso camina tan despacio, aunque ya no tiene prisa para nada.
Lleva un sombrero ridículo que la cubre y
que parece comprado en una sombrerería de hace décadas, y como
anacronismo, tacones. Sin embargo el vestido en tono oscuro, es ligero y
al menos no deja que el sol se cebe como serpiente enroscándose en su
cuerpo.
Si
alguien la preguntara, sabría que lleva tacones porque no tuvo tiempo
de cambiarse de zapatos cuando llegó la balacera, cinco minutos antes de
la fiesta.
Entraron
los hombres a caballo en el rancho y dispararon a todo lo que se movía.
Sin tiempo para explicar: su mamá tan arreglada cayó boca arriba, los
ojos abiertos, desconcertados, el collar saltado por los aires, perdido
entre sillones agujereados, sus hermanos, de espaldas, sorprendidos en
el living-bar, botellas rotas por las estampidas, derramadas entre las
piernas encogidas, los invitados en las posiciones más absurdas;
parecían lagartos, pensó, y él, el Carapintada, el patriarca de la barba
canosa, en su habitación, arreglado y compuesto para el baile, en un
charco oscuro y pegajoso, entre el armario de espejos y el vestidor de
antigua madera.
Foto de Ruy Sánchez |
Ella no. Ella andaba atrás, en la zona del jardín interior, con Juancho, el hijo de las Marianas, el
guapo que la seguía a la hora de la ronda y al que hoy iban a anunciar
que estaba prometida. Pero Juancho salió al oír el alboroto de la umbría
y no lo vio, salvo cuando se hizo el silencio y pudo abandonar el
jardín entre el absoluto vacío que la muerte deja.
Ni
mirar quiso. Ya no hay más nada, pensó. Al final habían ganado la
batalla. Después de veinte años de disputas, al Carapintada le había
llegado el escarmiento por mantenerse al margen de la ley de la coca y
no entrar en banderías.
Territorio
abonado con sangre, como un destino atroz, pensó, mientras, esfinge
griega de la pena, abandonaba la casa, olvidando quitarse los tacones y
el sombrerito de la abuela Naula, que, como broma, había cogido para la
fiesta.
Y la carretera la recibió con el sol del verano y el polvo de los automóviles que ignoran el dolor ajeno.
Camina
despacio. Ya no tiene prisa para nada. Un horizonte plano, de camino
adelante la lleva a ninguna parte. Se bifurca la carretera, lejos se ve
una colina, traspasada, baja en ondulaciones suaves hacia un valle. Y
sigue. Sigue.
Esa
mujer más allá del dolor, más lejos de la vida, con ojos de Antígona
durmiendo muertes impropias, sigue. Por la carretera. Solitaria.
Polvorienta. Tan abandonadamente indiferente como su tristeza.
Alena Collar
EXTRAÍDO DEL BLOG DE GACETARIOARRIBA
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