Hoy hace seis años que me encontraba en lo alto de un edificio de
treintaycinco plantas, a dos pasos del borde. Calculaba cuidadosamente
el tiempo que tardaría en adelantar los pies y la velocidad con la que
llegaría al suelo. Preparaba las rodillas para el aterrizaje. Estaba
dispuesta a saltar. A dos pasos del salto. Entonces llegó alguien y, con
lágrimas en los ojos, me dio un empujón. Me precipitaron. Durante el
descenso disfruté del roce del aire en la cara. Sentí un vértigo
delicioso y vi el futuro acercarse a toda velocidad, imparable. Cuando
llegué al suelo marqué un número de teléfono y saltó el contestador.
“Acabo de caerme y soy la mujer más feliz del mundo” fue el mensaje que
dejé. Lo celebré allí mismo con una cerveza, una sonrisa imborrable y ni
un solo adiós. Estaba dispuesta a saltar pero quizá nunca lo hubiera
hecho y hubiera seguido subiendo todos esos escalones hasta la azotea,
conformándome con ver el paisaje, cada día. Han pasado tantas cosas
(tanta gente, tantos libros) desde entonces. Sí. Se acabaron los veleros
rodeados de medusas, los hoteles con cinco estrellas de soledad, los
ridículos paseos en calesa, comer ostras hasta aborrecerlas en
catamaranes absurdos, disparar bolas de pintura deseando que fueran de
plomo o de lo que sea que están hechas las balas. Se acabó mentirnos
todas las mañanas. Ahora los aviones sirven para acercarnos. Las salas
de reuniones son bares, cafés o confortables salones caseros. Todos los
números son romanos. Las fábricas que ahora visito están hechas de
cabeza, corazón y manos. Y no es como lo había imaginado. No. Es mucho
mejor.
extraído del blog de EVA MONOGATARI
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