Emprendo la
ocupación de un Moscú y de un páramo en el cual las clavículas no son sino
misterios, descubriéndonos el dolor de ser hombres; clavículas propias, que se
clavan ajenas y reverberan en la piel del otro y la del uno. Ya conocía yo el
maravilloso hacer de Carmen Moreno desde que, de pequeña, con un cuaderno
manuscrito tal vez en cada ojo y la ilusión tiñiéndole las manos, tal si fuera
morita –perdónenme que no sea políticamente correcto este discurso o no me lo
perdonen, da lo mismo, no voy a entrar en estupideces-, se acercaba a mi sombra
y recogía papeles, papeles que venían manchados con mi sangre, porque ella, la
diminuta y grande criatura de sed, bebía de la sangre de lo humano, reptaba por
un mundo distinto al de sus sueños -nuestros sueños-, palpitaba con miedo
fingiendo ser ausente de esta creación tan descreada. Luego se puso a alzar
ciudades con sus versos, edificó un idioma religioso y urbano, paseó su palabra
por cada boulevard y subió el adjetivo en grandes autobuses, donde todos vivían
una pérdida de presente. Ella, ya entonces, supo que el presente derramaría
sangre y se clavó el cuchillo del dolor, se hizo fuente, se condenó a un hambre
que no podía saciarse en este zoo, se murió de repente y, al cabo de unos años,
resucitó de nuevo y nos trajo una biblia de espejo hacia sí misma. Yo leí esos
versículos y tuve aún más fe. Me dije: ésta es la voz y éste es el designio y
aquí dentro la luz; y tantas cosas me dije que me quedé silente, absorta,
bienquerida, entre tanta ginebra bien mezclada, tanto atún en la mar, tanto
discurso ebrio, final, enmudecida, ante unas palabras que eran como palabras y
no como esos tigres tibios, enfermos, malolientes que vemos en estantes y nos
cobran encima la entrada a tanto circo.
Enamorada ya
de su dolor y viendo que su mano de niña era aún de niña, que sus ojos bramaban
como un ciclomotor que sube por la cuesta empinada y final del desespero, que
su cuerpo cabía debajo del pezón de una madre sin velo… pensé: ahí su voz, el
temblor, la perfidia abriendo en pus el mundo, la ternura. Pero no fue ahí
donde moré por siempre; supe que volvería, que su voz un machete para abrir más
camino en la espesura y aquí me ven, frente a esta clavícula, frente a este Moscú
que tiene de los verbos toda la altitud, la claridad que da el sentido elevado
de las cosas, la fluidez del aire que regresa al pasado y nos hermana en un
grito común. En Moscú entre clavículas,
Carmen, anula el tiempo y el espacio y, contraria su forma a la forma del
mundo, memoriza con sangre la memoria de autores y de crímenes, de asesinatos,
no sólo de la voz de otros, de intentos de callar la voz del que la tiene, de
fulminar con tinta de fusil a las enredaderas, a las manos que saben lo que
gritan, al amor que se escapa y vertido es más grande. Carmen cuenta su vida en
esos poemas, como se cuenta a veces la vida de los niños, con más gramos de
luz, de perdón y de lágrimas, creciendo en vez de ella, contra la superficie.
La adulta Carmen, la ya fornida Carmen, la roca ya en el verso, la ahogada que
deshizo su Storni y legó su Alfonsina para siempre a la historia. Una historia,
señores, en la que ni ella ni yo creímos ningún día.
Ahora llego al
páramo donde Ángel Muñoz nos muestra sus clavículas, las encierra en palabra
que es al par filosofía y trueque, silencio donde decir lo mucho y esquivar lo
banal, construcción destructivista,
pues solamente el concepto, el puñal, la herida supurante con poquísimo hueco,
el decir solamente lo que hay que decir. Ángel se atreve a penetrar palabras
hasta llegar a su íntimo secreto con tan sólo el puñal de su propia palabra,
que hace de las otras un territorio abierto, constriñendo su forma hasta
abarcar el aire del lector que atraviesa por su páramo. Bien adoptado el
nombre, pues la parquedad amplísima de su voz contiene ese misterio de
pronunciar apenas lo que dentro de uno se hace mundo y llegar a sangrarnos con
ese definitivo decir de que todo entonces se vaya a la mierda porque ya nos ha
herido y ese dolor tan íntimo tardará una vida en olvidarse.
Con estas palabras, Dolors Alberola introdujo a los
autores del libro, que anoche se presentó en El Guitarrón de San Pedro, en
Jerez de la Frontera. Luego, Carmen Moreno y Ángel Muñoz leyeron sus poemas, en
tanto la música de Paco Medina arropaba con su magia la fuerza lírica de los
versos. Lo demás, como sucede siempre en estos casos, es inefable.
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