A esta época, como sabemos, le gustan los huesos. No todos los huesos,
se aseguran de elegir bien, disputan y a veces se matan por esta elección:
solamente los huesos que se pueden recubrir con un texto
Pierre Michon, Abades
En varias ocasiones he mencionado en este
blog el nombre de la narradora chilena Diamela Eltit, a mi juicio uno de los
grandes nombres de la narrativa en castellano, que sigue siendo aún bastante
desconocida por los lectores españoles. La búsqueda en el ISBN no arroja mucha
luz, por lo que es posible que Jamás el
fuego nunca (Periférica) sea la primera novela publicada en nuestros lares
de la fabulosa autora de Los trabajadores
de la muerte. De hecho, para poder leerla tuve que comprar sus libros en
Estados Unidos en ediciones latinoamericanas.
Pero nunca es tarde para internarse en el
mundo fascinante y áspero de las historias de Eltit, y no se me ocurre mejor
modo de comenzar viaje que esta magnífica novela, publicada en Chile en 2007 y
ahora presentada en España, construida a través de la voz en primera persona de
una mujer luchadora que masca su doliente paciencia en una crispación
estructural, formalizada en una primera persona que a veces deviene segunda. La
voz ha sobrevivido a la lucha ideológica contra la dictadura de Pinochet dentro
de una célula comunista, a la prisión, a la pérdida de un hijo y a una relación
de pareja que se sostiene sólo por la costumbre o por la lealtad debida a un
pasado compartido de clandestinidad. A partir de estos marcos referenciales, el
universo de Jamás el fuego nunca (el
título es un verso de César Vallejo) presenta un durísimo y desangelado retrato
de la vida de esta mujer sin nombre, que no ahorra la deshumanización habitual
en las novelas de Eltit, una de las características por las que más conocida es
su narrativa. Eltit va ahondando psicológicamente en las cosas y en las
personas hasta que las deja en su estructura menor, en su esqueleto, en su
chasis. En la dialogía entre lo carnal y lo óseo se establece, entiendo, una de
las claves de la novela. Respecto al primer extremo, lo celular, el doble juego entre la célula como unidad mínima de lo
vital y la célula política comunista ha sido bien visto por Mónica A. Ríos,
quien escribía con acierto en su reseña a la edición
chilena: “en esta novela, Eltit presenta una imagen ya conocida en su
escritura: el cuerpo padece lo que la sociedad. Ese reelaboración –en negativo–
de la metáfora organicista que los políticos del Iluminismo usaron para
describir el comportamiento de los individuos en la sociedad moderna es
trasladada aquí a partir de su unidad mínima: la célula, que vincula la unidad
biológica de los cuerpos con la base de la jerarquía revolucionaria y el
aislamiento moderno”. Algo explícito en la novela: “para asumir que estamos
fundidos en la misma célula, en la célula que somos y que nos dispara ya hacia
la crisis, una crisis celular o un deteriorado estado celular” (p. 81). Esta es
una de las puertas de apertura de sentido, pero la otra es desde luego lo óseo,
por no decir lo osificado. Para la narradora (y, me permiten la extrapolación,
para toda la narrativa de Eltit), lo esencial de lo humano no está en lo
celular (lo vital), sino en la osamenta, en la estructura medular de
resistencia: “sí, un poder que había ofendido la única consistencia del cuerpo
que, sabíamos, era primordialmente óseo” (p. 145). Eltit es consciente del
dicho mallarmeano de que la carne es
triste y a su juicio el consuelo no son tanto los libros como los huesos,
la parte que dota de firmeza y estabilidad ese sujeto feble que somos y que
sólo alcanza dignidad en cuanto (se)
resiste.
Uno de los grandes aciertos de este libro es
el tiempo fantasmal y ucrónico desde el que está narrado, como si la larga
noche de piedra de la dictadura hubiese anulado el tiempo y lo hubiera vuelto
eterno; por momentos la habitación donde conviven la protagonista y su pareja
parece una Comala rulfiana llena de espectros del pasado, compañeros del viaje
revolucionario devenidos símbolos de la decadencia y desaparición de una
resistencia. José Antonio Rivera Soto ha relacionado este tiempo utópico con el
tiempo histórico del materialismo dialéctico y ha esclarecido algunos puntos de
relación entre la novela y la obra de Marx, que funciona a veces como hipotexto
del monólogo de la protagonista[1].
Como vemos, hay numerosas capas de
significación en esta novela soberbia y devastadora, cuyos temas son pasados
por el rodillo de un lenguaje narrativo preciso, óseo, seco y despojado; un
lenguaje afilado que lejos de decir menos dice todavía más del despojamiento emocional, ideológico, verbal y de
esperanzas sufrido por una generación de izquierdistas chilenos. Frente a esa
mostrenca realidad histórica, Jamás el
fuego nunca “puede ser leída como el peregrinaje de una comunidad (…)
des/amparada del lenguaje”, según dijo Julio Ortega sobre otra novela de Eltit,
Mano de obra. En cierto lugar de la
novela leemos: “es que ya no sentía mientras copiaba una a una las palabras que
yo misma había seleccionado. De pronto empezaban a perder su propósito o
sencillamente se alejaron de mi mano” (p. 73). La afasia como síntoma de la
rendición ante el poder, como le sucede a Calibán en La tormenta de Shakespeare, que pierde su lengua en detrimento de
la del usurpador, o “la renuncia silenciosa de Grillparzer y de Mörike a seguir
trabajando (…) el callar sobre el callar por el sentimiento de empecatamiento,
la culpa metafísica, o la culpa humana, culpa en la sociedad por indiferencia,
por defecto. (…) En nuestro siglo me parece que esas caídas en el silencio, los
motivos para ello y para el retorno desde el silencio, son de mayor importancia
para la comprensión de las realizaciones lingüísticas que las preceden o siguen
porque la situación se ha agudizado”[2];
sí, tenía y aún tiene razón Ingeborg Bachman: se han hecho más intensas que
nunca las formas del silencio ante el poder, frente a las cuales se levanta,
arisca y atronadora, esta novela brutal. Jamás
el fuego nunca politiza y hace estruendoso el silencio social culpable,
interiorizado y comunal a la vez, simbolizado en una habitación marital osificada,
poblada de muertos, donde las frases han perdido el afecto y la emoción y el
único discurso con sentido es el de los ralos números con que la protagoniza
retrata su pobreza cotidiana. Estamos ante una obra monumental de obligada
lectura porque a nadie puede dejar indiferente ni el dolor colectivo que narra
ni la excelsa forma con que está contado.
[Relación con autora y editorial: ninguna]
ENTRADA EXTRAÍDA POR COMPLETO DEL BLOG DE VICENTE LUIS MORA
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