La idea de silencio se ha convertido, por desgracia, en un concepto enfrentadizo para la poesía española y latinoamericana. Y quiero dejar claro que me refiero al concepto, no a la vivencia o al uso del silencio. Históricamente, los conceptos de clasificación estética, aunque parezcan neutros, tienden a transformarse en sedimentos de luchas, de acusaciones, de prejuicios. Por eso resulta tan complejo escribir hoy acerca del «silencio» sin recibir, por ósmosis, la crítica o el apoyo de gentes que a mí, justamente, me interesan poco.
No puedo estar de acuerdo con aquellos que pretenden convertir el silencio en patrimonio de ciertas experiencias privilegiadas. Creo que cualquier experiencia, incluso la más «sencilla», no termina de expresarse por completo en la palabra, ni en la escritura; de hecho, si pudiésemos expresarla, seguramente la escritura sería innecesaria. Esa distinción no deja de ser, en cierto modo, el mismo desarrollo erróneo que planteaba Hofmannsthal a través de su Lord Chandos. Por otra parte, hasta qué punto el sujeto que habla o escribe se corresponde con el sujeto que vive… Siempre hay una grieta, una separación.
Entiendo que el poema, como la música, necesita el silencio. Sin embargo, el uso que hago de él en mi poesía no es premeditado. De ahí la simpatía que me causan los músicos, los de jazz especialmente: comprendo su manera de avanzar a golpes, a cambios, sintiendo cada línea melódica de una manera precisa, dándole silencios. El silencio no es mi categoría de partida, sino una de las condiciones de mi trabajo, como el ruido --- el ruido poético es algo que me fascina, otra herencia que tengo del jazz y de otros géneros musicales; en muchos temas de Sonic Youth, por ejemplo, encuentro paralelismos con aquello que busco: melodías que se niegan entre sí, que se desdoblan, que se apoyan, porque ninguna de ellas puede completarse y necesita, por tanto, la presencia de otra, de otras.
En otra medida, puedo explicar mi idea del silencio a partir de la que percibo en la poesía de Paul Celan, a quien no leo desde ese planteamiento místico que promueven algunos conventillos. El silencio de Celan se genera en la propia falta, la «cortedad» de la palabra. Se desarrolla en la necesidad de quebrar y reorganizar las palabras para forzarlas a completar un significado que no pueden darnos. Sus juegos rítmicos, sus asociaciones, sus términos forjados me parecen una forma de explicar el uso del silencio y del ruido.
Por otra parte, tengo cierta dificultad para definir mi poesía, pues he ido cambiado mi opinión sobre ella –o sobre aspectos de ella- en los últimos años. Dos de mis tensiones ya las he mencionado: la importancia de un ritmo quebradizo, impulsivo, que veo en el jazz o en poetas como Ezra Pound (o, más cerca de nosotros, Juan Gelman y Eduardo Milán); la presión sobre la palabra, contra la palabra, que encuentro en Celan y en muchos poetas latinoamericanos, como Lorenzo García Vega. Ambas tensiones responden, en cierto modo, a esa duda de la palabra, a esa especie de «atropello» de la palabra que causa la intensidad afectiva cuando insiste en mostrarse. Hay algo de premura y desconfianza en todo el proceso. Y más aún por la sensación, incompleta siempre, que me provoca el hecho de tener dos lenguas maternas que chocan entre sí: el castellano -lengua de educación, en la que vivo la mayor parte del tiempo- y el asturiano -lengua familiar, rural, afectiva. En ninguna de ellas llego a situarme.
En mi escritura, siento cierta incomodidad con la poesía «de sujeto»; hay en ello cierta contradicción, supongo, dada la afinidad que siento, como lector, con poetas como Brodsky, Ferrater, Merrill o Martínez Rivas, cuyo discurso delimita un sujeto bastante nítido (que, sin embargo, no tiene porque ser personalista o confesional: también permite un juego de ficción). Por predilección o por dificultad propia (con frecuencia van entrelazadas), la manera de narrar que siento cercana no es directa, ni coherente; asume una forma privada hasta rozar, a veces, el egoísmo. Observo, sin embargo, que personas próximas consiguen asentarse en esos detalles, les ven un sentido que no suele coincidir con el mío, pero que nos comunica de alguna forma.
El espacio es otra de mis obsesiones en los poemas. Necesito que el poema revele un espacio -no necesariamente real, pero posible- y que el poema tenga, a su vez, su geografía (porque un poema tiene atmósfera y geografía y geología, como afirmaba Mandelstam). Y, por esa relación con el espacio, las cosas: necesito ver cosas en un poema. Creo que una de las fascinaciones que me causa la poesía de Brodsky, o la de Auden, o la de Mahmud Darwix, es su capacidad para conectar lo abstracto y lo concreto. «La resina de la paciencia», escribió en cierta ocasión Mandelstam; ese tipo de conexiones me causan felicidad en un poema.
texo íntegramente extraído del blog de Fruela Fernández
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