Las dos veces anteriores llegaron igual, sin avisar.
Zhuo tenía unos conocimientos limitados de español, pero sabía de sobra que la
presencia de la policía, en su tienda, no traería nada bueno.
Tecleó deprisa en el portátil, que estaba sobre el
arcón de los helados pegado al mostrador, para despedirse, momentáneamente, de
su novia y apagar la webcam. Hacía meses que no acariciaba la mancha sobre la
frente de Xiaomei.
Casi no podía comprender lo que aquellos tíos
uniformados le decían. Hablaban de cerveza, vino y demás alcohol en general.
Trató de hacerles ver que llevaba semanas sin vender una gota de lo que estaba
precintado. No tenía licencia para la venta pero las litronas y los cartones
era lo que más dinero le dejaba. Aún así esta vez no quería pagar otra multa de
500 euros y se mantuvo firme en la decisión.
Volvieron a husmear en la trastienda, a moverse con
la libertad que les otorga un arma. Entendía que era trabajo, escrupuloso
trabajo. Las nauseas subían a la garganta y descendían al estómago en un vaivén
continuo al ver que “violaban”, sin escrúpulos, su local. Descolocaron
productos en los estantes, sacaron las latas y botellas envueltas en cinta
policial, apartaron bolsas de magdalenas caducadas y él, únicamente, sonreía.
Algo de muy
lejos es lo que pudo coger, al vuelo, del torrente de palabras. Contestó
que sí, que era de Yinchuan, al oeste de Beijing. Aquellos dos hombres se
rieron y trataron de explicarle que los tiros no iban por ahí. Minutos de
mímica después acertó con lo que pretendían decirle. Había vuelto a vender
alcohol. Lo negó, evidentemente. Les contó que sólo tomó prestadas unas
cervezas para llevarlas a su casa, nada más.
De repente, uno de los policías empezó a gritarle apuntando
con el dedo en su dirección y clavando la mirada más allá de él. Se giró y vio
como el portátil seguía abierto, encendido y con la webcam en funcionamiento.
Cómo hacerles ver que la cámara no estaba grabando, que era suficiente con
apagarla.
No le dio tiempo. El más bajo de los dos le apartó
de un empujón, mientras Zhuo no dejaba de sonreír. De un tirón arrancó los
cables del ordenador y se fue con él, bajo el brazo, a la trastienda. Oyó
golpes, ruidos de material machacado. Aguantó las lágrimas con toda la
serenidad que podía permitirse. La cosa no se prolongó más de un par de minutos
hasta que aquel tipo volvió a aparecer, y tras amenazarle con cerrarle la
tienda, se marchó con su compañero.
En el minúsculo baño de la trastienda, como si de
una carnicería se tratase, estaba descuartizado. Teclado por un lado, piezas
metálicas y de plástico detrás del lavabo, pantalla pisoteada.
La campanilla de la puerta acarició el aire con su
tintineo. Tensó los músculos dispuesto, esta vez sí, a pelear.
Se trataba de una madre con su crío que venían a
comprar chicles. Echó la cortina, se acercó al mostrador y con la sonrisa en la
cara les atendió amablemente.
relato corto inédito de Ángel Muñoz
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