Minucioso, se arregla
ante el espejo
y
no sabe, de pronto,
por qué ha viajado tan
al norte,
qué hace aquí, redimido
del tiempo del reloj,
bajo una luz escueta
que esta mañana, junto al muelle,
parecía brotar de la
niebla, del agua helada,
para encender apenas el
hueco de una mano,
un claro entre los
tilos.
Iba solo, sintiendo el
crujir de la nieve
bajo las botas,
mirando escaparates,
los tejados de cobre,
y no pensó que luego
vendrían las preguntas.
Caminó mucho tiempo,
demasiado,
como si le moviera una
culpa inconcreta, indetectable,
que sólo cobraría forma
si la acataba,
hasta que la ciudad se
le metió en los huesos como el frío:
terquedad, zigzagueos,
el polen de la diferencia
trasmutado en asombro.
Pero ahora,
mientras se anuda la
corbata
y arquea un ojo
apreciativo,
ya no está tan seguro.
El abrigo en la cama,
la bufanda, los guantes,
son síntomas de
ajenidad, y fuera
todo es como en el
sueño que tuvo alguna vez:
charcos de sombra y
nieve amontonada,
coches que avanzan
lentamente, como sonámbulos,
bajo la luz anaranjada
de las farolas,
calles en calma que son
el molde de sí mismas.
¿De verdad está aquí?
Y, sin embargo,
todo es real, lo ve,
puede tocarlo,
y el espejo le apremia
con su licor altivo.
Es hora de salir; hora
de verse
con la mejor versión de
su futuro,
en este laberinto que
la estación sostiene
con mano de hierro. Un
viento negro
lo sorprende en la
puerta, entonces, un soplo
como venido del reverso
del mundo,
y él recoge y apila sus
propios fragmentos,
esta sangre de pronto vulnerable,
antes de reponerse y
seguir andando.
Nada es nunca como lo concebimos.
Pero también: la vida
sabe
ganar la espalda a sus peores augurios.
Entre fachadas escuetas que la noche agiganta
un extraño se sube el
cuello del abrigo.
para Joaquín Gallego
un poema extraído del blog de JORDI DOCE
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